Hoy
por la mañana, mientras limpiaba mi habitación y sacudía el polvo de mis libros,
tropecé con El libro negro de
Orhan Pamuk y fue imposible
contener la sonrisa. Recuerdo que compré El
libro negro por mera casualidad durante un viaje a Maracaibo, y que tenía
frente a él ciertos prejuicios construidos a partir de opiniones ajenas, porque
digamos que de Estambul sabía muy poco -que solía ser Constantinopla y creo que no voy más allá-, y conocía aún menos sobre los
turcos. Así estaba, frente a casi setecientas temibles páginas de cultura e
historia otomana contada por el ganador del nobel, indeciso, hasta que,
armándome de coraje, me embarqué en la aventura que ofrecía Pamuk. Solo resta
decir que El libro negro es uno de
los mejores libros que he leído en la vida. Es perfecto. Uno de esos libros que
capítulo a capítulo lo van obligando a uno a detener la lectura y a quedarse
mirando al techo, o al cielo, o a donde sea, repitiéndose no sé qué palabras que
no alcanzan a describir lo que se siente.
Hay
libros que dejan de ser libros para convertirse en parte de la historia
personal de cada uno de nosotros, que son capaces de abrir un nuevo camino en
todo este viaje multiforme que llamamos literatura.
Pero
bueno, volvamos a cuando me tropecé con El
libro negro mientras limpiaba mi habitación. Lo primero que pensé fue en la
posibilidad de haber renunciado a su lectura por culpa del miedo y la desidia que
sentí la primera vez que estuve frente a él. Qué lamentable hubiera sido pasar
de largo frente a algo que significó tanto para mí tan solo por no querer
arriesgarme.
Por
estos días mi apetito lector ha estado metido en un pozo de dudas que yo mismo
no soy capaz de responder, y es que leer ha dejado de ser ese chorro de agua
fría y fresca que me llena de ganas, rebusco entre las páginas y no consigo
aquella pasión de antaño. Qué vacío el de aquellos que, frente a la literatura,
no sienten nada. Pero no culpo a los libros ni me culpo a mí.
Entonces
recuerdo la sorpresa que me llevé con el libro de Pamuk, y ese sentimiento de
nostalgia, esa sonrisa cuando recuerdo lo que leí en él, es la mejor fórmula
para espantar las dudas. Hay que entender que no todos los libros que leamos
nos gustarán, y es que no todos los mundos ahí escondidos significan algo para nosotros.
Pero hay libros que sí, hay libros que nos quitarán el aliento, y por esas
ocasiones quizá constantes, quizá eventuales, en las que no puedes dejar de
leer alguna historia, en las que te desvelas por saber qué pasará en la línea
siguiente, vale la pena arriesgarse a abrir un libro nuevo, no importa cuál sea
el resultado, porque al renunciar podríamos estarnos perdiendo de páginas en
las que veremos reflejada alguna chispa de nuestra vida, de páginas que nos
darán respuesta a quién sabe qué pregunta disparatada o que le pondrán nombre
una sensación extraña que nos viene pellizcando la piel. Vale la pena seguir
leyendo.
Hay
libros malos que dejan un sabor acartonado en el paladar, que dejan la cabeza como
recién salida de una resaca tremenda, que provoca tirar por la ventana del
autobús, libros malos, malísimos, que están esperando la oportunidad para
lanzarse sobre nosotros, pero no malos por eso que los críticos insisten en
llamar “Calidad literaria”, estilo, fondo, forma, no, nada de eso. Su maldad
consiste en que no son los indicados para calmar las ansias que estamos
sintiendo, las ansias de nuestro apetito lector, entonces prefiero decir que no
son malos, sino incorrectos. Pero no por ellos debemos privarnos de la
serenidad que nos pueden brindar las aventuras de un libro, no importa de qué,
un libro siempre será una aventura que si bien no fue escrita para nosotros, es
nuestra, y que aunque -como
es mi caso- suceda en
Estambul, pareciera ocurrir en mi mesa de noche.
Siempre
habrá un motivo con cara de libro que nos dé el empujón que necesitamos para
seguir, así es que sigamos, sigamos leyendo, por curiosidad, por ganas, por
valentía, no importa, pero tengamos por seguro que hay un libro esperándonos en
algún lugar para hacer que se detenga nuestro día entre el techo, el papel, la
vida y nosotros.
... y si nos vamos a la enseñanza de la literatura en las aulas, encontraremos a estudiantes con variedad testimonios e impresiones acerca de la experiencia literaria, como los planteados en esta entrada; inclusive, es muy común encontrar a aquellos estudiantes que aún no se han acercado a esos “mundos escondidos” por variadas razones. A pesar de la existencia (gratificante existencia) de alumnos a los cuales no hay necesidad de motivarlos por la lectura (porque ya viven en ella, la convierten en su morada) también es frecuente encontrar jóvenes que no han tenido ese “empujón” que los enganche con la experiencia lectora. Una de las razones, discutida en variadas ocasiones a través de este medio, por las que no se logra este acercamiento, es la práctica costumbrista de algunos docentes de no tomar en cuenta al destinatario de la selección de los textos(que en ocasiones se vuelve su propia selección) y a sus respectivos intereses. Tal como se plantea aquí: hay libros con los cuales surge una identificación personal, que quitan el aliento, que otorgan respuestas, que proporcionan desvelos... y, si el docente se ensaña en desconocer este hecho y en imponer una seleccion autoritaria de estos, los resultados derivarán (siendo pesimista) en aversión hacia cualquier tipo de literatura. En este sentido, me parece oportuno invitarlos a que lean esta entrada, correspondiente al Blog del Profesor Luis Barrera Linares; entre otras cosas, inicia con una título muy sugerente: “Literatura de (j)aula”; y una cita bastante atractiva de Angel Rosenblat: “…maestros, programas y libros de texto conspiran contra nuestros niños”. Allí les dejo, a modo de reflexión: http://barreralinares.blogspot.com/2007/03/literatura-de-jaula_21.html
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